jueves, 14 de mayo de 2009

Chesterton: paradojas, ortodoxia y humorismo


Era Chesterton un lector, admirador y recreador de los cuentos de hadas, esa expresión popular que surge desde las raíces más profundas de la cultura europea, da luz a las épocas oscuras y aún forma parte del espíritu subyacente en el mundo moderno; fábulas que son un reducto de ética y de filosofía popular. Esos relatos ciertamente no eran historias sino leyendas, por tanto más dignas de crédito, decía el mismo Chesterton, quien quizás sin saberlo y sin duda sin proponérselo, parecía un personaje de esos cuentos, un gigante de su propio relato; era a la vez el creador y la criatura de una larga y azarosa historia contada para todos, para sus lectores y para sus detractores, para sus amigos y para los desconocidos, sin distingo entre quienes pensaban como él o quienes disentían, siempre, en todo caso, con respeto y honradez intelectual.

Quienes escriben o hablan de Chesterton, aún hoy, pero por supuesto en su tiempo o poco después de su muerte acaecida en 1936, se refieren y se referían a él como un gigante, en lo físico y en lo intelectual, un hombre grande, corpulento, grueso, figura inconfundible y blanco frecuente de los caricaturistas, un hombre sin duda desmesurado que tuvo como característica fundamental el escribir y publicar sin descanso, polemizar, disentir de las corrientes de pensamiento prevalentes, hablar e inventar personajes y situaciones casi al infinito.

Siendo un admirador de la vida activa y de las aventuras, su misma vida fue una larga aventura intelectual, un cuento fantástico en el que era a la vez el gigante y Jack mata gigantes; siempre en medio de la acción, en las calles, en las plazas, en los tranvías suburbanos y en las tradicionales tabernas de Londres y sus alrededores, aunque también, ocasionalmente, invitado a los salones de los aristócratas y de los políticos a donde llegaba con el mismo desparpajo, agudo y picante de su charla plena de humor, polémica, profunda y caballerosa.

Durante toda su vida no paró de escribir poemas, novelas, ensayos, biografías, artículos periodísticos, epigramas, y de su pluma brotaron cientos y cientos de cuartillas y todo ese universo de palabras, personajes, situaciones, paisajes bajo un plan maestro del que nunca se separó: defender al cristianismo de las herejías nuevas y antiguas que lo acosaban, y que en su visión de profeta moderno comprendía que serían para el mundo fuente de desastres, explotación y guerras. Por supuesto, él estaba seguro de que lo que se llamaba entonces la cultura occidental saldría adelante y victoriosa.

Desde muy joven, cuando aún era, como lo describió entonces la esposa de su hermano Cecil, un personaje alto y apuesto, con algo del Cyrano de Rostand en el porte y el desplante, tuvo el gusto por la vida rica en incidentes y acontecimientos, llena de aventuras que lo mantenían dispuesto a los duelos de ingenio, de argumentos y contra argumentos, de retruécanos y paradojas. Un duelista intelectual me parecería una buena descripción de este escritor, verdadero personaje de su tiempo.

Gilbert K. Chesterton nació en 1874, fue amigo y cómplice de travesuras intelectuales de Hilaire Belloc, contrincante en interminables debates, pero también amigo de Bernard Shaw y de H. G. Wells, entre otros, temido en la polémica periodística, brillante y arrollador en el debate verbal, dispuesto siempre, como lo dice en Ortodoxia, a escribir un libro a la primera provocación.

Y muchas veces seguramente fue provocado, porque además de poemas, ensayos, artículos y epigramas para periódicos y revistas, algunas fundadas y dirigidas por él mismo, durante mucho tiempo escribió al menos un libro por año, sin dejar de entregar sus contribuciones periodísticas y sin cesar de dar conferencias y charlas.

Desde su primera novela de juventud se ganó el respeto y el reconocimiento de sus contemporáneos. El Napoleón de Notting Hill muestra un estilo peculiar de narrador a la vez profundo y jocoso, certero y casi cinematográfico en sus descripciones de paisajes y situaciones, imaginativo en la trama que linda con lo estrafalario, pero que se desenvuelve en forma amena e intrigante ante el telón de fondo de un alegato político, un aliento constante de apego, de amor al terruño, que el lector atisba primero y luego encuentra convincente e ineludible.

Su estilo inimitable continuó en otras muchas historias en las que Londres y sus alrededores, la niebla del Támesis, las casas de los barrios, los muelles, las puestas de sol, las hosterías, los colores cambiantes del amanecer o del crepúsculo son el escenario en que entran, salen y actúan personajes inigualables y geniales, casi siempre discutiendo y expresando ideas audaces y brillantes, frecuentemente sorprendentes. Así desfilan en las más conocidas e inquietantes de sus obras de narrativa: El hombre que fue jueves, El Club de los Negocios Raros, Las paradojas de Mr. Pond, Cuentos del Arco Largo y la que en lo personal me parece la más lograda y representativa de su pluma, La esfera y la cruz.

No resisto detenerme en ella. Esta novela, que aún me deleita cuando la releo, fue producto de su madurez intelectual; en ella encontramos envueltos en aventuras interminables a dos personajes enemigos declarados, un católico ferviente y un ateo, escoceses ambos, que deciden que alguno de los dos sale sobrando en este mundo y, como buenos caballeros, recurren a un duelo a espada para decidir cuál es el prescindible. El asalto concertado y sin ventajas es evitado una y otra vez por la policía, que los persigue implacablemente, y por un siniestro personaje, el secretario de Salud, que trata a toda costa de convencer a la opinión pública de que el ya ampliamente conocido duelo mortal por puro ideal y puro romanticismo, es sólo una vaga leyenda y una mala superstición.

Y como los irreconciliables amigos-enemigos tienen que huir juntos para escapar de los incansables agentes de la policía que tratan de aprehenderlos, corren y recorren la campiña inglesa, paran en poblados de pescadores y en hosterías escondidas, siempre buscando el lugar tranquilo para batirse sin ser interrumpidos. Sus correrías les permiten discutir largamente sobre sus diferencias y al lector ser testigo de sus argumentos vehementes, cargados de convicción, expresados por ambos con integridad intelectual y agilidad mental.

Lo más interesante de esta difícil e intrincada historia, que aprisiona al lector, es que en sus correrías los duelistas van topándose con prototipos de corrientes de pensamiento y de formas intemporales de ser de la gente. El ambicioso mercader narigudo que, a sabiendas de que es para cometer un crimen, les vende las armas con tal de obtener su ganancia; el seguidor de Nietzsche, adorador de la violencia, pero él mismo incapaz de enfrentarse a nadie, el lector de Tolstoi, pacifista a ultranza, y así uno a uno, todos los representantes de las ideologías en boga. El desenlace, con su ingrediente romántico, es una ingeniosa e indiscutible lección de ética, de filosofía y de política práctica, pero también una muestra irrebatible del ingenio del narrador, capaz de crear situaciones inesperadas y sorpresivas.

Fue también Chesterton cultivador magistral de la novela policíaca, campo de la literatura al que aporta su personaje singular, el diminuto y aparentemente ingenuo y distraído Padre Brown, héroe principal, tan sagaz y observador como el Sherlock Holmes de Connan Doyle, a quien aventaja en el conocimiento de la naturaleza humana. No es menos interesante el compañero de andanzas del Padre Brown, el ladrón arrepentido, ágil y fuerte, amigo de aventuras y frecuente acompañante del menudo sacerdote católico, el francés Flambeau, siempre dispuesto a la acción y a las hazañas de valor personal, complemento del equipo, equilibrio dialéctico y partícipe de las aventuras.

Chesterton podría haber escalado la fama sólo con los cuentos cortos, pequeñas joyas de la novela policíaca en las que el Padre Brown es el actor principal, pero sus colecciones policíacas son apenas una muestra de su basta obra, aunque sean una muestra genial. Seis libros, nada menos, de aventuras, en los que los criminales y los crímenes más atroces son descubiertos por la sagacidad y el poder de observación del Padre Brown, siempre alerta para penetrar lo mismo los pequeños detalles que delatan al trasgresor que las aberraciones intelectuales y morales que lo inducen al delito.

Desde El candor del Padre Brown, en 1911, que causó gran revuelo en el mundo intelectual de la época, hasta El escándalo del Padre Brown, en 1939, escrito ya cerca del fin de su vida, una de cuyas aventuras sucede en la frontera entre México y Estados Unidos y que cierra la serie. De ella forman parte La sabiduría del Padre Brown, La incredulidad del Padre Brown (tan ferviente creyente) y El secreto del Padre Brown. Sin desperdicio, al igual que sus relatos de La hostería Volante ”, El Club de los Negocios Raros y Cuentos del Arco Largo, todos con su sello peculiar, nutridos con las creencias populares y las formas de ser de su entrañable pueblo inglés.

Una veta más del genio chestertoniano, diferente en tono e intención, pero tan brillante, tan rica como sus relatos imaginarios, la constituye el conjunto de sus libros biográficos e históricos. Escudriñó y escribió sobre las vidas de personajes tan distantes y disímbolos como Chaucer y el santo filósofo Tomás de Aquino, o como Charles Dickens, de quien se sentía discípulo y admirador, y San Francisco de Asís, a quien veneraba sinceramente y a quien siempre admiró.

Para Chesterton, San Francisco, el santo poeta, admirador de la naturaleza, incansable caminante y fundador de comunidades y ermitas, es el prototipo del santo católico, a quien confronta y compara con el misticismo oriental encarnado en Buda. Mientras San Francisco, siempre activo e inquieto, yendo de un lugar a otro o construyendo algo, es como una cuerda de violín tensa y vibrante, abierto y entregado al mundo que lo rodea, Buda es un contemplador de sí mismo, “ensimismado”, inmóvil, aspirando al nirvana, a la nada, a la pérdida de la individualidad en el todo. San Francisco, por el contrario, incansable, asombrado ante lo que lo rodea y cantando a Dios y a la naturaleza, rescata y resalta su propia e intransferible individualidad, que trasciende pero que no se pierde ni se confunde.

De Charles Dickens dijo alguna vez que el autor de Las Aventuras de Mr. Pickwick, de David Copperfield, entre otras novelas, encontró “el ideal viviente y vigorizante de Inglaterra en las masas”, donde debe buscarse, y agrega: “Dickens era humorista, sentimental, optimista, pobre, inglés, y su mayor gloria fue haber visto a la humanidad en su lozanía asombrosa y no haber presentado nunca en sus obras a un gentleman .”

Digna de mención es su admirable estudio sobre Santo Tomás de Aquino, “el buey mudo”, con quien sin duda se identificaba por su corpulencia y por lo certero de sus razonamientos. También por su perseverancia y por su solidez en los dos campos en los que son imprescindibles la fe y la razón. De este ensayo biográfico expresó Étienne Gilson, el filósofo y erudito francés, que en él se aprecia a Chesterton, más que como un historiador, como un teólogo.

Otro libro asombroso de Chesterton es su Pequeña historia de Inglaterra, en la que hace gala de erudición inigualable y de amor a su país, sin que esto le impida ser un crítico certero de los personajes negativos que descubre entre los ambiciosos barones terratenientes, explotadores de campesinos y, más adelante, entre los navegantes, mercaderes esclavistas y piratas. En cambio, destaca figuras populares como el buen rey Ricardo, el de las gestas de los juglares medievales, y a otro, al autor de Utopía, Sir Tomás Moro, canciller del reino y mártir de la congruencia y de la integridad personal.

Es Ortodoxia otra de sus universalmente conocidas obras, inclasificable ensayo entre alegato, confesión y credo personal, libro definitorio en el que explica la aventura intelectual de su vida; en él Chesterton expresa con maestría sin igual sus más profundas convicciones, reitera las críticas a las herejías del falso progreso y del individualismo egoísta de su tiempo, y defiende con brío denodado la filosofía cristiana, lo que hoy llamaríamos la justicia social, y a las clases pobres de Inglaterra.

Dice, como preámbulo y metáfora de su aventura intelectual, que siempre había querido escribir la historia de un navegante audaz que zarpa de la vieja Inglaterra para descubrir tierra nuevas y lejanas, y al cabo de un largo recorrido, en lugar de una playa exótica y desconocida, desembarca de nuevo en la misma vieja isla europea de la que había salido a la aventura. La sensación del marino es doble y simultanea, descubre algo nuevo y asombroso que es al mismo tiempo familiar, seguro y acogedor.

En Ortodoxia, traducida al español en forma insuperable por Alfonso Reyes, no hay frase ni palabra desperdiciada o sobrante; G. K. C., como fue identificado por años, sin esta obra no sería entendido cabal y completamente. Su relato brevísimo del explorador que busca lo desconocido y regresa al hogar, es la metáfora de su inquietud intelectual que corre y recorre caminos del pensamiento, y al final encuentra confiado la seguridad de la filosofía tradicional que formó a Europa. En una de sus clásicas paradojas dice: “Yo soy el hombre que con suprema osadía descubrió lo que ya estaba descubierto.”

No fue por cierto ni un especialista en economía ni un politólogo al estilo moderno, pero en toda su obra se pone siempre de lado del pueblo frente a sus explotadores, de lado de los humildes y su dignidad, y nunca del lado de los soberbios, arrogantes, codiciosos que se jactan de su falsa grandeza. Frente al capitalismo rampante de la era victoriana, antepone su critica certera a los mercaderes y agiotistas, y no podemos olvidar, al tratar este tema, que en su juventud escribió para la moralización de la política y en defensa de los desvalidos. Fue en la revista New Witness en donde defendió y divulgó con otros camaradas, la corriente que llamaron el “distributismo” en defensa de la economía popular, como diríamos hoy y entonces especialmente, en defensa de la pequeña propiedad y en contra de la concentración de la riqueza. Fue siempre crítico severo de la plutocracia y del gobierno fundado en la protección de los intereses de los poderosos.

Su pensamiento, sus personajes, su alegre sabiduría han influido profundamente en todas partes. Los conocedores del tema saben que por todo el mundo, no sólo en Inglaterra, abundan los clubes de seguidores y admiradores de Chesterton, y hay páginas y portales en internet que se ocupan de su obra. En España las ediciones de traducciones de sus libros se han repetido una y otra vez; uno de sus traductores fue nada menos que Manuel Azaña.

En América Latina su influencia es indudable; podemos decir que al menos dos de los grandes de las letras latinoamericanas lo admiraron y respetaron; Alfonso Reyes fue su lector asiduo y su mejor traductor al español, y Jorge Luis Borges, quien lo citaba con frecuencia y se sentía su deudor intelectual y discípulo. En México frecuentemente se le cita. Un amplio artículo de Federico Arteaga, que conservo sin fecha ni fuente, pero que fue publicado en una revista local, es un excelente estudio y un homenaje a Chesterton. La editorial Polis, que tan buenos libros tenía en su acervo, contrarios al pensamiento oficial, en 1937, poco después de la desaparición física de Chesterton, publicó un pequeño libro en su homenaje, en el que escribieron sendos ensayos sobre él, el inquieto intelectual y alma de Polis, Jesús Guiza y Acevedo, el padre Antonio Brambila y Joaquín García Pimentel.

Para mí, y para muchos de mi generación, quienes nacimos en la década en que Chesterton murió, su influencia ha sido indudable y es nuestro deber rescatarlo para, al menos, proponerlo a las nuevas inquietudes y a las nuevas generaciones que buscan su propio camino y aspiran aún a pensar y convencer. Termino este trabajo con una cita clásica del extraordinario escritor, tomada de Ortodoxia, cuando en el primer capitulo del libro explica a quién sí y a quién no dirige su alegato: “Si hay quien mantenga que la extinción es preferible a la existencia, o la vida opaca preferible a la variedad y a la aventura, a ése no lo cuento entre los míos, con ése no hablo. Al que escoge la nada, la nada le doy.”

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